domingo, 8 de junio de 2014

INTRO de "La dulce caída"


Cuando era pequeña, una profesora le dijo a mi madre que era bastante distinta a los demás niños de mi edad. La actitud que mostraba ante ciertos incidentes diarios sorprendía a la tutora. Le contó que esa misma mañana una de las niñas se había caído de la silla y que toda la clase (incluida ella misma) se rieron. Sin embargo, se había fijado en que yo me había mantenido con una expresión completamente seria, mirando a la maestra sin hacer la más mínima mueca cómica, adoptando la supuesta actitud que cualquier educador debía de tener en una situación así: “no os riais, no tiene ninguna gracia. Marta, ¿te has hecho daño?”
Marta era muy tímida, mala en los estudios y acomplejada por un físico que, adelantándose en el reloj vital, ya mostraba los cambios propios y desagradables de la adolescencia.
Podía intuir el estado de Marta con solo una mirada.
Era, arquetípicamente hablando, la tonta del grupo, de la que se reía todo el mundo; también la chica tímida que cada mañana vomitaba antes de subirse al autobús.
Ella odiaba ir al colegio, pero lo que más detestaba era la hora del recreo, momento en el que sentía al máximo su soledad, gracias a los crueles niños que la rodeaban y que no querían jugar con ella.
Podía comprender el miedo y dolor de la niña que pasaba los ratos sentada en un banco, sola, a punto de llorar, viendo como los demás se lo pasaban bien y ella no. Más que lástima, lo que sentía hacia ella era compasión. Me gustaba acercarme y preguntarla si quería compartir un trozo de mi sándwich. Estoy segura de que Marta me miraba pensando: otra estúpida más que viene a vacilarme…
El día en el que por fin aceptó mi bocadillo me percaté de que había hecho algo bueno por una persona. Sus ojos brillaban con entusiasmo al terminarlo: “Muchas gracias, Angie”. Sonreí.
Diez años después de superar el reto escolar decidí estudiar la carrera de Derecho. Quería defender al inocente, ayudarle a hacerse grande, a luchar contra las injusticias.
En esos tiempos me gustaba el ser humano, me consideraba una “filántropa empedernida” con la propia energía de cualquier persona que empieza a vivir la segunda década. Durante esos cinco años tuve ilusiones, sueños, esperanzas y planes.
Me convertí en una joven estudiosa, activa y paciente. Me esforzaba en alcanzar todos los logros académicos con el fin de conseguir mi objetivo profesional.
La verdad es que pasé una etapa universitaria bastante tranquila en comparación con la etapa que estoy viviendo ahora.
No es que fuera una pánfila que se pasaba todas las noches en la biblioteca, más bien era una chica que sabía ordenar su tiempo de estudio y cuadrarlo con unas cuantas noches al mes de “sexo, drogas y rock and roll. Tuve suerte, me gustaba estudiar.
Cinco años después, coincidiendo con el fin de la carrera y con los excelentes resultados que logré, de repente, mis sueños, mis esperanzas, mis deseos, sin olvidar también los de la mayoría de los jóvenes de mi generación, fueron ahorcados por una soga llamada Gobierno: el asesino de la moral y la educación, de la ciencia y del progreso. Un organismo formado por un grupo de seres que parece que en vez de licenciarse en  Políticas estudiaron la mejor manera de manipular y castigar a la gente, de destrozar el futuro y de enriquecerse con todo esto a costa de la angustia y de las lágrimas de los pocos seres civilizados que habitan aquí.
Vivo en una ciudad donde las relaciones económicas son más importantes que las personales, una ciudad con prisas, en la que te dan un pisotón y no solamente te niegan una excusa, sino que encima te culpan a ti. En este lugar la gente está perdiendo sus trabajos gracias a los corruptos que les manejan y aunque todos los días salgamos a protestar por nuestros derechos, no alcanzamos solución alguna. Se trata de una ciudad que ha perdido la esperanza y la moralidad, donde los maltratos están a la orden del día en las noticias, los ricos miran mal a los pobres y cuatro señores vestidos con traje se frotan las manos con nuestro dinero.
La diferencia de clases se ha convertido en una especie de racismo del siglo XXI.
La generación de jóvenes solamente busca el hedonismo, beber y divertirse. Las mujeres se han convertido al masoquismo y no dejan de meterse en problemas enamorándose del chico guapo y ese chico de moda acaba en alcohólicos anónimos tras salir de su ingreso en el hospital por una gonorrea.
Es una urbe cargada de contaminación provocada por el “mejor invento de la historia”: el coche, causante de estrés, de altos niveles de contaminación ambiental y del 40% de los accidentes mortales.
Se vive caro, se come mal y se respira peor, es un lugar en el que para obtener la comodidad has de trabajar duramente ocho horas al día y luchar contra la competencia para ser el mejor (aunque sea deshuesando pollos).
“Siempre hay que alcanzar lo superior” es el eslogan que se suele ver en todos los anuncios de televisión y en los carteles publicitarios. Este es el absurdo y equívoco sentido de la vida que se ha creado en la sociedad a la que, según dicen, pertenezco.
Odio mi ciudad. Además, lo he dejado con mi novio y me siento absolutamente PERDIDA.


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