Cuando era pequeña, una
profesora le dijo a mi madre que era bastante distinta a los demás niños de mi
edad. La actitud que mostraba ante ciertos incidentes diarios sorprendía a la
tutora. Le contó que esa misma mañana una de las niñas se había caído de la
silla y que toda la clase (incluida ella misma) se rieron. Sin embargo, se
había fijado en que yo me había mantenido con una expresión completamente seria,
mirando a la maestra sin hacer la más mínima mueca cómica, adoptando la supuesta actitud que cualquier educador debía de tener
en una situación así: “no os riais, no tiene ninguna gracia. Marta,
¿te has hecho daño?”
Marta era muy tímida,
mala en los estudios y acomplejada por un físico que, adelantándose
en el reloj vital, ya mostraba los cambios propios y
desagradables de la adolescencia.
Podía intuir el estado de
Marta con solo una mirada.
Era, arquetípicamente
hablando, la tonta del grupo, de la que se reía todo el mundo; también la chica
tímida que cada mañana vomitaba antes de subirse al autobús.
Ella odiaba ir al
colegio, pero lo que más detestaba era la hora del recreo, momento en el que sentía
al máximo su soledad, gracias a los crueles niños que la rodeaban y que no querían
jugar con ella.
Podía comprender el miedo
y dolor de la niña que pasaba los ratos sentada en un banco, sola, a punto de
llorar, viendo como los demás se lo pasaban bien y ella no. Más que lástima, lo
que sentía hacia ella era compasión. Me gustaba acercarme y preguntarla si
quería compartir un trozo de mi sándwich. Estoy segura de que Marta me miraba
pensando: otra estúpida más que viene a vacilarme…
El día en el que por fin
aceptó mi bocadillo me percaté de que había hecho algo bueno por una persona.
Sus ojos brillaban con entusiasmo al terminarlo: “Muchas gracias, Angie”.
Sonreí.
Diez años después de
superar el reto escolar decidí estudiar la carrera de Derecho. Quería defender
al inocente, ayudarle a hacerse grande, a luchar contra las injusticias.
En esos tiempos me gustaba
el ser humano, me consideraba una “filántropa empedernida” con la propia energía
de cualquier persona que empieza a vivir la segunda década. Durante esos cinco años tuve ilusiones, sueños, esperanzas
y planes.
Me convertí en una joven
estudiosa, activa y paciente. Me esforzaba en alcanzar todos los logros
académicos con el fin de conseguir mi objetivo profesional.
La verdad es que pasé una etapa universitaria bastante
tranquila en comparación con la etapa que estoy viviendo ahora.
No es que fuera una pánfila que se
pasaba todas las noches en la biblioteca, más bien era una chica que sabía
ordenar su tiempo de estudio y cuadrarlo con unas
cuantas noches al mes de “sexo, drogas y rock
and roll”. Tuve suerte, me gustaba estudiar.
Cinco años después,
coincidiendo con el fin de la carrera y con los excelentes resultados que logré,
de repente, mis sueños, mis esperanzas, mis deseos, sin olvidar también los de
la mayoría de los jóvenes de mi generación, fueron ahorcados por una soga
llamada Gobierno: el asesino de la moral y la educación, de la ciencia y del
progreso. Un organismo formado por un grupo de seres que parece que en vez de
licenciarse en Políticas estudiaron la
mejor manera de manipular y castigar a la gente, de destrozar el futuro y de
enriquecerse con todo esto a costa de la angustia y de las lágrimas de los
pocos seres civilizados que habitan aquí.
Vivo en una ciudad donde
las relaciones económicas son más importantes que las personales, una ciudad con
prisas, en la que te dan un pisotón y no solamente te niegan una excusa, sino
que encima te culpan a ti. En este lugar la gente está perdiendo sus trabajos
gracias a los corruptos que les manejan y aunque todos los días salgamos a
protestar por nuestros derechos, no alcanzamos solución alguna. Se trata de una ciudad que ha perdido la esperanza y la moralidad, donde los maltratos están a la orden del día
en las noticias, los ricos miran mal a los pobres y cuatro señores vestidos con
traje se frotan las manos con nuestro dinero.
La diferencia de clases
se ha convertido en una especie de racismo del siglo XXI.
La generación de jóvenes
solamente busca el hedonismo, beber y divertirse. Las mujeres se han convertido
al masoquismo y no dejan de meterse en problemas enamorándose del chico guapo y
ese chico de moda acaba en alcohólicos anónimos tras salir de su ingreso en el
hospital por una gonorrea.
Es una urbe cargada de
contaminación provocada por el “mejor invento de la historia”: el coche, causante
de estrés, de altos niveles de contaminación ambiental y del 40% de los
accidentes mortales.
Se vive caro, se come mal
y se respira peor, es un lugar en el que para obtener la comodidad has de
trabajar duramente ocho horas al día y luchar contra la competencia para ser el
mejor (aunque sea deshuesando pollos).
“Siempre hay que alcanzar
lo superior” es el eslogan que se suele ver en todos los anuncios de televisión
y en los carteles publicitarios. Este es el absurdo y equívoco sentido de la
vida que se ha creado en la sociedad a la que, según dicen, pertenezco.
Odio mi ciudad. Además,
lo he dejado con mi novio y me siento absolutamente PERDIDA.
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