miércoles, 15 de octubre de 2014

Atardece...



Pararte en seco. Desconectar de nada y conectarte de repente con todo. Mirar al frente, sin prisas, elevando la vista al cielo, al majestuoso espectáculo que, a última hora de la tarde está teniendo lugar,  todos los días, sin apenas inmutarnos.
Delante, el mar, creando la línea de separación con el cielo y haciendo efecto espejo con los rayos más tenues y bonitos que pueblan todo el espacio estelar. Detrás, las montañas y en primer plano plataneras cargadas de racimos que brillan con la puesta de sol.
Aparcas el coche en el andén y te bajas para contemplar el show. Miras y en cada enfoque ocular tiendes a pensar que esto no es real, que es demasiado mágico y lindo y, por el contrario, pasa tan desapercibido que el mundo debe de haberse vuelto loco para no asomarse a la ventana todos los días.
Respiras, al fin y conectas por unos minutos con esa realidad que se te escapa de las manos.

Quizás la evolución es un problema y la felicidad se encontraba siglos atrás, cuando la esperanza de vida era mucho menor, pero el lazo que nos unía a la naturaleza, a la energía, a la vida, era más intenso que cualquier artificio humano, que cualquier mentira, que cualquier monumento o enfermedad benigna.

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