(...) Para ser honesta, nunca me habían
gustado los gatos. Yo era más de perros,
como era de esperar si revisamos mi vida sentimental. Cuando nuestra relación
terminó acabé odiando a Roma tanto o más que a Equis. Había mucho de él
en la gatita. Muchas veces observaba cómo jugaba con sus ovillos de lana y de
repente, disimulando, inmóvil, me miraba de reojo con un aire cruel y como diciendo:
“te estoy viendo, no te librarás de mí tan fácilmente”.
Me alegro de haber echado para atrás mi deseo de darla en
adopción. Así que sigo conviviendo con Roma, que cada vez me cae mejor.
Supongo que esto significa que poco a poco estoy olvidando la maldad de Equis, que le estoy
borrando de mis recuerdos, que estoy eliminando toda la rabia, la ira,
basándome en el poder del perdón (esto lo leí en uno de los libros de autoayuda
que me compré tras la tragedia, al día siguiente de dar todo por finalizado). Aunque de todas formas, sigo pensando
que es un mal nacido y un desgraciado. Y que espero y deseo que le provoquen el
mismo sufrimiento que el cabrón me provocó a mí,
una y otra y otra vez hasta que el corazón se le rompa de dolor
y se deshaga dentro de su cuerpo. Pero, en serio, estoy dejando la ira a un
lado.(...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario