sábado, 18 de octubre de 2014

Una chica como Ámbar...

Ámbar pasa la treintena, no tiene trabajo, no tiene casa, ni coche, ni marido, pero, (y es un gran “pero” que equivale a todo eso junto y mucho más), tiene una hija.

Ámbar comparte su cuerpo y aparentemente el resto de su ser con un chico que conoció hace no mucho. Y digo “aparentemente” porque la gente suele equivocarse al dar sin recibir, al compartir sin reciprocidad, al amar sin ser amado.

Ámbar es como un mosquito abandonado en una de esas piedras que llevan su nombre. Llevada al lugar en el que hoy se encuentra por casualidad (y lo llamaré casualidad por no culpar a la causalidad), distraída en sus saltos por la vida, movida por un impulso que discurre entre lo moral y lo inmoral. Una niña protegida hasta que empezaron a salir los primeros granos, las primeras faltas de atención y envidias, los primeros complejos...

Nunca descubriremos cual fue el detonante que movió a Ámbar por el camino de la inseguridad, del miedo, de la falta de autosuficiencia, del carácter fuerte que transforma la grandísima ternura que lleva en su interior en completa destrucción. Hacia sí misma y hacia los que la rodean.

Ámbar perdió la cabeza en numerables ocasiones. Todos lo hacemos, pero aprendemos, manejamos y modificamos el “mode”. Ámbar no cambia, se equivoca, llora y hace llorar. Un día, tras otro igual.
Esta chica debería tomarse un tiempo para recapacitar, para evadirse de todo, de ella misma incluso, dejar de ser mujer para ser, por una vez la madre que quiso tener.

Aún así,  Ambar es exitosa, gracias al poder de la creación femenina que culminó en una preciosa e inteligente hija, que con solo cuatro años debería de haber tenido ya tapones en los oídos y un antifaz en la cara para evitar todo lo que ha visto, lo que ha oído, las lágrimas de su madre que ha sentido y que, seguramente, sentirá cada vez con más fuerza, una fuerza que en un futuro le pasará factura en forma de trauma.

Ámbar, no llores más, vive, se la persona que siempre quisiste ser. Concéntrate en ti misma, ama y conseguirás que te amen de la misma manera que siempre mereciste.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Atardece...



Pararte en seco. Desconectar de nada y conectarte de repente con todo. Mirar al frente, sin prisas, elevando la vista al cielo, al majestuoso espectáculo que, a última hora de la tarde está teniendo lugar,  todos los días, sin apenas inmutarnos.
Delante, el mar, creando la línea de separación con el cielo y haciendo efecto espejo con los rayos más tenues y bonitos que pueblan todo el espacio estelar. Detrás, las montañas y en primer plano plataneras cargadas de racimos que brillan con la puesta de sol.
Aparcas el coche en el andén y te bajas para contemplar el show. Miras y en cada enfoque ocular tiendes a pensar que esto no es real, que es demasiado mágico y lindo y, por el contrario, pasa tan desapercibido que el mundo debe de haberse vuelto loco para no asomarse a la ventana todos los días.
Respiras, al fin y conectas por unos minutos con esa realidad que se te escapa de las manos.

Quizás la evolución es un problema y la felicidad se encontraba siglos atrás, cuando la esperanza de vida era mucho menor, pero el lazo que nos unía a la naturaleza, a la energía, a la vida, era más intenso que cualquier artificio humano, que cualquier mentira, que cualquier monumento o enfermedad benigna.

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