Durante meses estuve fijándome en la matrícula de todos los
Ford fiesta que veía por la ciudad. Incluso, una vez, en un viaje a Roma,
estuve a punto de saltar por la ventana del coche creyendo haber visto el
dichoso Ford fiesta negro matrícula 1448DVS. Aunque fuera materialmente
imposible que él estuviera conduciendo por Roma siempre tenía un trocito de
esperanza que me hacía sacar la cabeza por la ventana y descuajaringarme el
cuello para comprobar, entre arcadas nerviosas, cómo me estaba equivocando de
coche y más aún de persona. Kike odiaba viajar.
Cuando nos conocimos, yo siempre le vacilaba diciendo que la
DVS significaba: ¿Donde Vas tú Solo? Y
ahora lo recuerdo y me río dictando la obviedad: Kike siempre iba solo a todos
los lados. Incluso al cine. Decía que no le gustaban los humanos y que
necesitaba bastante tiempo del día para descansar completamente en paz. A veces
era un arisco insustancial y otras incluso podía ser un hijo de puta
impertinente. Pero quizás eso era lo que le hacía ser tan especial, diferente
al resto de hijos de puta impertinentes con los que me he ido topando a lo
largo del camino.
Tras esa apariencia de persona huraña todos sabemos que Kike
tenía una faceta interna mucho más tierna y humana. Era un hombre que a solas
lloraba por la gratitud de estar vivo y completamente sano. Lloraba por los
muertos en los atentados, en las guerras, por los fallecidos en los accidentes
de tráfico. Derramaba millones de lágrimas cuestionándose el por qué de tanta
maldad y maldiciendo al miedo de lo inesperado, de lo fatuo, de lo que le
estaba por llegar y no conocía. Lloraba por todas y cada una de nuestras almas
y rogaba la huida del miedo y la rabia que le impregnaban las venas cada vez
que ponía el telediario. Kike era eso, un humano hijo de puta.