“¡A comer!” – grito mi madre puntual como un reloj a las 15:00, horario que se seguía religiosamente en la casa desde que Ana tenía uso de razón.
Los primeros en sentarse
siempre eran los más pequeños y el último, cual cura que sale al estrado, el
patrón de la familia. Con un alargamiento de brazo para coger un trozo de pan,
el padre de Ana daba por inaugurado el almuerzo del día.
Ana tenía dieciséis años,
esa edad tan confusa que, si se pudiera, la eliminaría inmediatamente, dejando
un lapsus temporal entre medias, como una hibernación humana desde los doce
hasta los dieciocho. Y es que la adolescencia es una etapa que Ana siempre
recordará con verdadero pavor y repulsión, con un sentimiento de indiferencia
hacia sí misma, de rabia, de ira.
“Bueno Ana, ¿qué tal
llevas el trabajo de Ciencias, hija?” – preguntó la madre empáticamente y
rompiendo el hielo.
Ana estaba mirando hacia
el plato, concentrada en los garbanzos que nadaban entre la sopa y
principalmente, en uno negro que encontró.
“Ana, ¿puedes contestar a
tu madre y mirarla a la cara cuando te habla? Ana…¡Ana!...¡ANA!¡Estas sorda o
qué te pasa!” – gritó el padre enfurecido.
Cada vez que el padre de
Ana abría la boca durante la comida, los hermanos sabían que no iba a ser para
decirle a la mama lo buena que
estaba… Ninguno de los presentes quería que su padre abriera la boca mientras
comían y tenían mucha mesura en hacerlo ellos mismos también.
Ana miro con los ojos
ensangrentados a su padre, giró la cara hacia su madre y pronunció un simple,
“bien mamá”. Seguidamente dirigió una mirada al patrón y continuo haciendo más
larga su respuesta para satisfacerle “ya está casi terminado, lo entregamos el
lunes”.
No soportaba a su padre,
pensaba que era un puto ogro que se pasaba el día tocándose los huevos en casa
y tocándoselos a los demás, con especial tesón en los de ella. No le gustaba el
trato vejatorio que les daba principalmente a ella y a su madre. La última vez
que le vio darle un bofetón por contestar irónicamente a una de sus preguntas,
sintió como si esa mano hubiera rebotado también en su cara. Su padre le hacía
sentirse débil, indefensa y que no valía para nada. Nunca tenía una sola
palabra buena para ella. Era un amargado que hacía que su adolescencia
estuviera aún más cerca del purgatorio. Ana se sentía como el garbanzo negro de
la familia, como un mutante en una mutante en una peli de serie B. Se sentía
con el agua al cuello, a punto de ahogarse en los últimos suspiros.
“Ana, vamos, acábate el
plato y ayuda a tu madre a recoger la mesa. Siempre eres la última en todo…es
que yo no se si eres tonta o te lo haces” – dijo el padre de Ana mientras se
encendía el cigarrillo de después de comer.
Ana, sin mirarle, cogió
la cuchara, lentamente se comió las dos últimas cucharadas. Se quedó observando
al garbancito negro que había relegado primeramente a un lado y, envalentonándose,
se lo comió y se levantó de la mesa decidida a no volver nunca más.