sábado, 31 de octubre de 2020

El garbanzo negro

“¡A comer!” – grito mi madre puntual como un reloj a las 15:00, horario que se seguía religiosamente en la casa desde que Ana tenía uso de razón.

Los primeros en sentarse siempre eran los más pequeños y el último, cual cura que sale al estrado, el patrón de la familia. Con un alargamiento de brazo para coger un trozo de pan, el padre de Ana daba por inaugurado el almuerzo del día.

Ana tenía dieciséis años, esa edad tan confusa que, si se pudiera, la eliminaría inmediatamente, dejando un lapsus temporal entre medias, como una hibernación humana desde los doce hasta los dieciocho. Y es que la adolescencia es una etapa que Ana siempre recordará con verdadero pavor y repulsión, con un sentimiento de indiferencia hacia sí misma, de rabia, de ira.

“Bueno Ana, ¿qué tal llevas el trabajo de Ciencias, hija?” – preguntó la madre empáticamente y rompiendo el hielo.

Ana estaba mirando hacia el plato, concentrada en los garbanzos que nadaban entre la sopa y principalmente, en uno negro que encontró.

“Ana, ¿puedes contestar a tu madre y mirarla a la cara cuando te habla? Ana…¡Ana!...¡ANA!¡Estas sorda o qué te pasa!” – gritó el padre enfurecido.

Cada vez que el padre de Ana abría la boca durante la comida, los hermanos sabían que no iba a ser para decirle a la mama lo buena que estaba… Ninguno de los presentes quería que su padre abriera la boca mientras comían y tenían mucha mesura en hacerlo ellos mismos también.

Ana miro con los ojos ensangrentados a su padre, giró la cara hacia su madre y pronunció un simple, “bien mamá”. Seguidamente dirigió una mirada al patrón y continuo haciendo más larga su respuesta para satisfacerle “ya está casi terminado, lo entregamos el lunes”.

No soportaba a su padre, pensaba que era un puto ogro que se pasaba el día tocándose los huevos en casa y tocándoselos a los demás, con especial tesón en los de ella. No le gustaba el trato vejatorio que les daba principalmente a ella y a su madre. La última vez que le vio darle un bofetón por contestar irónicamente a una de sus preguntas, sintió como si esa mano hubiera rebotado también en su cara. Su padre le hacía sentirse débil, indefensa y que no valía para nada. Nunca tenía una sola palabra buena para ella. Era un amargado que hacía que su adolescencia estuviera aún más cerca del purgatorio. Ana se sentía como el garbanzo negro de la familia, como un mutante en una mutante en una peli de serie B. Se sentía con el agua al cuello, a punto de ahogarse en los últimos suspiros.

“Ana, vamos, acábate el plato y ayuda a tu madre a recoger la mesa. Siempre eres la última en todo…es que yo no se si eres tonta o te lo haces” – dijo el padre de Ana mientras se encendía el cigarrillo de después de comer.

Ana, sin mirarle, cogió la cuchara, lentamente se comió las dos últimas cucharadas. Se quedó observando al garbancito negro que había relegado primeramente a un lado y, envalentonándose, se lo comió y se levantó de la mesa decidida a no volver nunca más.

miércoles, 28 de octubre de 2020

2020, el año de la rata

2020: el año de la rata. Del puto virus. De la devastación. De los cambios. Del autoconocimiento. Del no pensar en el mañana. De la resiliencia y la entereza.  2020, el año más raro de nuestras vidas y de las de aquellos que, lamentablemente, ya no están.

2020, algún día miraremos atrás y entenderemos el poder que nos has concedido. El poder de, por muy cursi que pueda parecer, valorar el amor por encima de todas las cosas, el poder de entender y cuidar nuestra mente y salud como máxima prioridad. La licencia de hacernos fuertes, de aguantar, de luchar, de no perder la fe, de ayudar… La potestad de darnos cuenta de quien nos tiene en su cabeza y a quien tenemos nosotros... de cuidar, de amar, de preocuparnos y de valorar a quien nos rodea y a quien rodeamos entre nuestros brazos, sin guantes y sin gel, a pelo, sin miedo.

2020, el año para quemar todo aquello que ya sobraba dentro de nuestras vidas. Para reafirmar nuestros valores, capacidades, vicios y virtudes. Para alejar las falsas lecciones de moralidad de los demás, para criticar la falta de civismo de nuestra sociedad, para alimentar egos maquillados de payasos y volver a apuntalar que la política en nuestro país, aunque lo parezca, no es el peor mal que nos rodea. A veces simplemente es nuestro vecino, nuestro compañero o algún familiar. Al fin y al cabo, un año que nos está enseñando a aforar lo que verdaderamente importa por encima de lo demás. Y a que nos resbalen cada vez más las opiniones en torno a tu autenticidad... 2020… ¿Quién se lo iba a esperar?

Y no sé a ti, pero en el fondo (muy fondo) del agujero, encontré una luz que me llevó a  encontrarme de nuevo con mi esencia y a hacer una de las cosas que más me gusta hacer desde que tengo uso de razón y, todo hay que decirlo, que en los últimos años había relegado a un segundo plano: escribir. Porque para mí, desde bien pequeña, escribir es vomitar,  es sacar un trocito de tu alma, es una limpieza terapéutica que también puede curar a los demás con su lectura. Es descubrir, indagar, reafirmarse y al fin y al cabo, expresar.

Bienvenidos a mis textos y relatos “ a pelo”:  ficción mezclada con realidad, vómitos combinados con arena y sal del mar, palabras secas, directas, que expulso sin más, sin ninguna intención oculta, sin un significado detrás.

Y para terminar, o bien, para comenzar, Bukovski (uno de mis escritores fetiche) dijo que quizás estaba loco, pero al menos podía volar… Pues en mi caso, a través de las palabras, que caen sobre las teclas del ordenador como si fueran misiles de guerra, me siento jodidamente igual. Y si te gustan bien y si no, coges la puerta y te vas.




 

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