Los cactus llevan en la naturaleza más de sesenta millones de años. Son plantas del grupo monofilético que han evolucionado a lo largo de los tiempos, es decir, que a pesar de los cambios tienen un antepasado en común. Me parecen unos seres vivos fascinantes. Acumulan agua en sus tejidos para adaptarse al hábitat, pueden sobrevivir a las sequías y tardan años en dar una flor que apenas tiene unas semanas de vida. Estas flores suelen ser solitarias y, sorprendentemente, hermafroditas. Curiosamente, estudios afirman que tener un cactus cerca de un objeto electrónico puede actuar como purificador ya que repele las radiaciones electromagnéticas notablemente.
Hay personas que
son un poco cactus. Tienen una coraza dura y punzante pero guardan raudales de sentimientos
y emociones en su interior. A veces, si te acercas demasiado pueden llegar a
pincharte e incluso incrustar una espina en tu corazón. Sin embargo, si les
cuidas, les mimas y les riegas moderadamente, son capaces de abrirse, sacando lo
mejor de sí mismos: una bellísima y singular flor.
A veces no nos
damos cuenta de que las personas, al igual que las plantas, somos delicadas y
necesitamos el tiempo, la atención y el cariño de los demás. A veces abusamos de
cercanía provocando la fuga de un carácter agrio y amargo que puede llegar a agujerear
y por consecuencia, herir. En ocasiones no nos percatamos de que detrás de una
coraza de frialdad la mayoría de las personas contiene en su interior una
esencia completamente diferente a la que vemos y nos equivocamos
cuando miramos y no vemos más allá. A veces todo es únicamente cuestión de
tiempo y de saber esperar.
Un cactus, al
igual que una persona, no es un adorno para llenar estantería en casa si no
algo que requiere dosis de empatía y atención por nuestra parte. Y es que al
final, te das cuenta de que el conjunto de todas estas acciones proviene del
aprendizaje y del fertilizante más potente que existe en este universo: el amor
en todas sus formas.