
Todo empezó con un saludo inicial entre macho y hembra, un
olfateo por aquí, un jueguecito por allá. Un te sigo allí, te sigo allá. Un inocente
encuentro seguido de una primera aproximación al jocoso filtreo.
Desde el principio del rito del cortejo, la perrita, se
colocaba en una disimulada posición pasiva sin poder ocular, con el rabo
ondeando el viento, un inequívoco agradecimiento por los halagos de su futuro
amante. Le seguía el juego, quizás, por el misterio que suscita intentar
descubrir qué más puede mostrarte tu pretendiente o hasta donde puede llegar.
Solo un par de carreras más consiguieron que el macho
llegara a la meta rápidamente introduciéndose, ferozmente, dentro de su presa. La perra se retorcía
intentando huir de la veracidad de la acción. Quizás no era su tipo, o
simplemente, no le apetecía y lo único que quería era jugar inocentemente. Pero
el perro, asalvajado consiguió retraerla y cuando el final feliz llegó, la
perra, convaleciente, se tumbó desvanecida en el suelo. El macho se fue sin
decir adiós. Con el orgullo que supone para un cazador haber disparado al
conejo. Ahí quedo la perra, consumida, lanzando al aire breves alaridos de
dolor.
Al rato él apareció de nuevo, como si no hubiera sido
saciado y comenzó a buscarla. Ella sin disimulo le ignoraba quitándole el culo.
Ya no quería al macho, no le apetecía de inmediato. Ella era la que elegía. El
macho insistía y finalmente, la perra se abalanzó hacia él con un ladrido
solemne que claramente provocó la huída del muy perro.
La palabra NO, no se entiende y a mí me parece que es un
claro y potente monosílabo ante el que hay que actuar de inmediato, pues si una
persona dice “no”, es NO.