Llevaba unos años desconectada de mi misma. Como si hubiera puesto el modo avión y hubiera silenciado los estímulos creativos que durante toda mi vida habían estado en ebullición dentro de mi.
Me había pasado los
últimos dos o tres años hibernando en silencio, con la cobertura perdida entre el yo interior y el yo exterior. Puede que me dejara llevar por el ambiente en
el que me movía, o puede que fuera una elección inconsciente de aparcar la
creatividad a un lado e ir a lo fácil, a todo aquello que no fuera complicado y que no conllevara una catarsis. Pero resulta que me estaba equivocando y que
quedándome vacía cerebralmente me estaba encerrando a mí misma en una prisión,
en un cautiverio en el que los pensamientos negativos y angustiosos se paseaban
a su antojo por los entresijos de mi cabeza.
A veces somos nosotros
mismos los que nos apagamos por miedo a la pulsión creativa, por miedo al
pensamiento lateral, por miedo a todo aquello que nos haga vibrar y salir de
una mente cerrada, de lo establecido, del lugar donde nos han metido a cañón.
Siempre le he sacado punta al lápiz. El arte me ha acompañado a lo largo de toda mi vida, bien a través de la lectura, la escritura, el estudio de las artes audiovisuales, plásticas o bien con la observación y reflexión ante lo cotidiano. Me interesa mucho la psicología, el comportamiento humano, el contexto social. Me gusta entender los por qué ante ciertas reacciones y buscarle un significado a todo. Extraigo enseñanzas filosóficas del cine y la lectura pero también de todo lo que ocurre a mí alrededor y, por supuesto, de las personas con las que comparto mi vida, incluida yo misma. Y lo hago porque todo esto me ayuda a sanarme y a crecer desde un punto de vista espiritual. Pero no me acordaba...
Creo que todo mi encierro
mental vino a raíz de la pandemia (siempre la culpable en esta película). Tengo que decir que durante esos meses de
angustia en todos los niveles vitales, de subidas y bajadas, de desesperación, frustración,
miedo y rabia sí que surgió la llama de la creatividad. Pero en la post pandemia
cometimos el error de dar por cerrada una etapa sin haber analizado y sanado sus
consecuencias. Nos envolvimos en la sinuosidad del carpe diem, arrasando con el tiempo que supuestamente la pandemia
nos había quitado. Volvió el hedonismo pero no nos dimos cuenta de que venía
disfrazado, ocultando todas las cicatrices mentales que llevamos arrastrando
crisis tras crisis, desde que el 2008 nos convirtió en una generación
buscavidas, de triunfantes fracasados. Y eso que yo no me puedo quejar de nada,
pero arrastro la conciencia de una generación de personas, de amigos como yo, pero con menos recursos (no me refiero a los materiales) y quizás, con menos
suerte.
Un mensaje de madrugada
encendió de nuevo la llama del despertar. Hacía más de una década en la que el
contacto entre nosotros había sido relegado a mínimos retazos. Y de repente, como
habitual durante los últimos veinte años, en el momento preciso, volvió para que
mi yo interior hiciera un click y me
recordó la persona que era mucho antes de poner el modo avión.
Reconectar es una mirada
al pasado, un reencuentro entre dos personas que tienen mucho en común, pues
son la misma, pero que ahora, en el grado en el que están, pueden diseccionar
las partes con las que se quieren quedar. Para siempre.
Así que estas últimas
semanas no he parado de leer, de descubrir música, de ver cine de autor, de
desviar el pensamiento fuera de lo cotidiano, de entender y de recapacitar, de hasta
incluso hacer una constelación familiar (sin comentarios), de abrir la mente y dejar que entre el
aire desde mi ventana interior. De hacer las cosas que siempre me ha gustado hacer. Porque a veces lo único que necesitamos es
ventilar el ambiente para dejar paso al aire limpio desterrando la nube de toxicidad
que se acumula en nuestro interior.