Llevábamos más de cuarenta y cinco años veraneando en la misma casa, en el mismo lugar. Como si de un ritual se tratara, todos los 31 de Julio cargábamos el coche de maletas, entre nervios y absurdas angustias. Siempre las mismas conversaciones, los mismos comentarios: que si llevamos demasiadas cosas, que si nos vamos un mes pero parece que nos vamos ocho, que si metamos los abrigos por si hace frio y un sinfín de frases que bien podrían aparecer en los libros de las 100 mejores frases célebres.
Religiosamente nos disponíamos a arrancar el coche pasado el mediodía no sin
antes recibir un “tened cuidao y avisad
cuando lleguéis” por parte de los treinta miembros de la familia.
Una vez transcurrido el viaje, lleno de canciones que se
mezclan entre la rumba, Pink Floyd, Alejandro Sanz y algún que otro partido
deportivo, hacíamos una parada de peregrinación en el bar de carretera de siempre, a mitad de camino,
no sin un: ya huele a mar.
Y por fin en casa. Esa casa que en sus paredes ha
albergado la vida de varias generaciones de la misma sangre y ya la mía propia.
Cuatro paredes que acogieron a un joven matrimonio acompañado de sus ancianas
protectoras, que nos vieron a mi hermana y a mi dar nuestros primeros pasos,
fumar a escondidas los cigarros, dar los primeros besos y que escucharon unos
cuantos llantos, generalmente al fin del verano.
Cuarenta y cinco años después de la primera vez que mi
padre pisó esa casa, me fijé en él saliendo a ese balconcito con vistas al mar.
Ese mar espectador que seguía allí, perenne, como si nada hubiera cambiado en
todo este tiempo, esperándonos, verano tras verano, inmerso en su azul
Atlántico. Pero al igual que debajo de esa capa cerúlea el mar alberga un
sinfín de cambios, de movimientos, de tormentas, de mareas… mi padre tampoco
era el mismo de hace 45 años.
Observé cómo sus pupilas enfocaban el paisaje de siempre,
cómo sus preciosos ojos verde- azulados miraban con la nostalgia y la inocencia
del niño que fue, del joven al que le gustaba navegar en momentos de tempestad
y hacer frente a los leones marinos que intentaban derrotarle, siempre valiente
y decidido. Y entonces descubrí en esa mirada que mi padre se había cansado de
pelear, que ya había llegado el momento de retirarse a descansar, a disfrutar de ese mar
desde la orilla, pisando los granos calientes de la arena, sintiendo esa
estabilidad que el barco no te da.
Me di cuenta que mi padre se había hecho mayor, que los 70 estaban a la vuelta de la esquina, que su pelo era ya completamente blanco y que su espalda empezaba a mostrar la curva del peso que se ha mantenido durante tanto tiempo. Paré entonces a observarme a mí misma y vi que yo tampoco era aquella niña que corría a los amplios brazos de mi padre en busca de consuelo y seguridad y entonces tomé consciencia de que yo también lo había hecho, que yo también había cambiado.
¡Y qué rápido pasa el tiempo y que poca cuenta nos damos...! Y ahí,
mientras le observaba de reojo, deseando que ese instante durara para siempre, que
este instante dure para siempre, me di cuenta de que el tiempo es la vida y la
vida el constante cambio que nos acompaña. Y yo lo único que quiero es
encontrarme a mi padre mirando el mar por esa ventana con la triste consciencia
de que algún día lo hará a través de mí.
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