El viento chocando contra la ventana me despertó. Me
incorporé en la cama con un movimiento brusco producto del miedo y de la
intriga ante lo desconocido. Intenté abrir los ojos rápidamente pero
permanecían enganchados con las pestañas que aún contenían los sueños pegados
en cada pelito negro. Entre tinieblas logré descubrir el encendedor de la luz.
Lo pulsé pero parecía haberse estropeado. Algo me produjo un escalofrío dentro
del pecho. Desde que Ella se fue, no había terminado de acostumbrarme a compartir
mi soledad con cuatro paredes. Aún me daba miedo encontrarme solo en la cama y
más aún en la casa que tantos recuerdos albergaba. Encendí una vela con el
mechero que guardaba en el pantalón del pijama. Era bastante precavido y un
fumador empedernido desde que ella se fue. Conseguí llegar a los plomos y los
activé, pero la luz no volvía. En ese momento recordé que olvidé pagar las
facturas del mes y que quizás el banco
me había cortado la electricidad. Realmente ni siquiera tenía ese dinero para
poder introducirlo en la cuenta bancaria que ya anunciaba varios ceros al
principio y al final de la numeración.
Mi vida se movía entre tinieblas en una noche que reclamaba los días de
felicidad que ya se perdían entre fotos y memorias que aún colgaban de las paredes
de mi casa, de nuestra casa.
Tropecé con algo en el pasillo, de vuelta a la cama, el lugar donde más horas solía
pasar y decidí quedarme sentado en el suelo notando el frío de las baldosas. Me
gustaba. Necesitaba sentir algo y sobre todo despertar la mente para mezclar el
recuerdo con el olvido para intentar sobrevivir al vacío, a la nada. Porque la
vida sin Ella, por mucho que lo intentara y me esforzara, valía absolutamente
nada. Se había convertido en la ceniza del cigarro consumiéndose en mi mano,
noche tras noche, mientras recordaba la apacible última sonrisa que me dejó
cuando se esfumó de mi lado.
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