(...) Con el sueldo de “becaria-precaria”
no me llegaba para vivir en un país en el que cada mes subían los impuestos de
los productos básicos y bajaban el IVA de los de lujo, un lugar en el que el
transporte era cada vez más caro y ofrecía menos servicios; el alquiler de
las casas aumentaba con descaro y la factura de la luz se convertía en un lujo que
muy pocos podían pagar a final de mes.
Tuve suerte de encontrar
otro empleo para los fines de semana en un centro cultural. Se trataba de algo
sencillo, nada cansado ni difícil de hacer pues ni siquiera requería un nivel de
concentración superior al de mirar los escaparates de las tiendas. Era
“auxiliar de sala”, una especie de vigilante, de punto de información y de
ayuda para hacer distinguir a los clientes entre la puerta de la derecha, que
es el baño, y la de la izquierda que lleva a la sala (no subestimemos la
facilidad del puesto, pues muchas veces tenía que lidiar con personas a las que
les decías derecha y se iban a la izquierda sin ser disléxicos siquiera). Había
gente que te hacía tres veces la misma y absurda pregunta e incluso personas
perturbadas mentalmente que salían, a voz en grito, con el propósito de poner
una hoja de reclamaciones alegando que el calor de ahí dentro era excesivo
(mientras más de la mitad del público ni siquiera se había quitado el abrigo). Estoy
segura de que si toda esa rabia que observaba día tras día la hubieran guardado
para protestar por causas sociales, ya habríamos ganado muchas luchas.
Pero peor que los
espectadores posiblemente lo eran las compañeras de trabajo. El grupo estaba
compuesto por Carmen, Lola y Blanca. A pesar de la diferencia de edad, mantenía un
trato cordial con ellas basado en
conversaciones acerca de sus vidas, de lo que hacían y lo que dejaban de hacer
con su pedicura, el coche que acababan de comprar o la hipoteca que les quedaba
por pagar. Eran absolutamente banales: Información innecesaria carente de interés.
Desde el principio Blanca
me pareció que era algo distinta, tuve la sensación de que encajaría bien con
ella, quizás por ser la más joven entre ellas, pero al cabo de las semanas me
fui dando cuenta de que era la más perturbada, llegando a sobrepasar en exceso
los límites de cordura razonable.
Entrábamos a trabajar a las cinco de la tarde
y solíamos salir a las nueve. Era un horario que al principio me encantaba,
pues odiaba madrugar y con hacerlo el resto de la semana ya tenía suficiente.
Sin embargo, con el paso de los meses, comenzó a molestarme. No me apetecía cortarme
a la hora de salir las noches anteriores, pues lo de levantarse a las 16 P.M
era bastante duro si tenemos en cuenta que me acostaba a las dos de la tarde.
Era una “jodienda” tener que pasar mi tiempo libre y mi resaca monumental
aguantando a los humanos que vagaban por el centro. Hubiera preferido trabajar
en un zoo.
La tarde en la que me di cuenta de que Blanca
tenía un grave problema, llegué algo temprano, (...)