sábado, 11 de enero de 2014

La Dulce Caída (fragmento perteneciente al Cap1)



(...)   No aguantaba más de treinta segundos tumbada. Me levantaba al baño, me echaba agua en la cara, me miraba al espejo, me sentaba en la tapa del váter y volvía a la cama. Esos movimientos desembocaron en un bucle. Cada vez que miraba mi cara reflejada, un pensamiento malvado se incrustaba en mi cabeza y me llevaba a imaginarme muerta, a ver que el mundo era tan complejo que al final no valía nada. Absolutamente nada. Estaba muy colocada.
¿Se han imaginado alguna vez su propio funeral? Yo lo hacía a menudo. Visualizaba mi ataúd y una foto mía al  lado, colocada a pocos centímetros de mi cuerpo yaciente. Mis mejores amigos  se encontraban entre el público así como mis familiares más cercanos. No podía dejar de imaginarme el sufrimiento de mi madre llorando mi pérdida. Debe de ser horrible vivir la muerte de un hijo. Cada vez que lo pienso entro en un luto imaginario.
 Quise cambiar el rumbo de mis negros pensamientos y  me acordé del último bar al que nos habíamos arrastrado antes del alba. El camarero que nos abrió la puerta se llamaba Samuel.  Era un señor de unos sesenta años, dueño del  local desde hacía quince. El garito estaba decorado al estilo circense: Los colores eran ácidos y alegres (para mí, un tanto psicodélicos a aquella hora de la noche y en aquel estado), había un monociclo colgado de una pared, maniquíes simulando cabezas de payasos y una columna enmarcada con fotos de sus actuaciones.
 El señor se había levantado a las seis de la mañana para abrir el negocio y dar cobijo a los que buscan refugio en las últimas cervezas de la noche o en las primeras del día y así, hacer algún que otro dinero extra. Le llamabas al móvil y te abría la persiana metálica; en cuanto entrabas, un movimiento de cabeza a un lado y a otro de la calle y de nuevo persiana para abajo.
 Nada más entrar, Martina fue al baño y yo me senté en la barra observando a Samuel. Aparentaba ser  un  hombre serio al que no le agradaba su trabajo  y  mostraba su resignación en una expresión facial apagada, uniforme y algo cabreada. Se acercó a mí y lo primero que hizo desde detrás de la barra fue demostrarme que los prejuicios son las máscaras que ponemos a las personas antes de conocerlas. De repente tenía al  lado de mi cerveza a un muñeco de peluche hablándome, una especie de conejo, de esos que usan los ventrílocuos en sus actuaciones. Samuel se puso a gastarme bromas. Yo le reía las gracias con mucho gusto.
—Trabajé durante veinte años en un circo -comenzó-. Mira estas fotos... ¡Qué joven!, ¡qué flexibilidad tenía!...y ¡qué novios me echaba! – dijo Samuel emocionado, con una gran sonrisa en  la boca y con los ojos llenos de nostalgia. Eran fotos antiguas, la mayoría de ellas en blanco y negro donde se veía a un Samuel enfundado en un mono ajustado de tirantes poniéndose la pierna en la cabeza, bromeando con payasos, acariciando a un león... Lo más curioso es que en todas ellas sonreía, no actuaba, no posaba, era todo tan real que podías incluso distinguir en sus pequeños ojos el brillo de la felicidad.
  —Tuvo que ser genial trabajar en ese ambiente, ¿cómo le dio por el circo?– pregunté con verdadero interés.
Y este fue el principio de una conversación de más de una hora en la que Samuel me contó en orden cronológico los primeros diez años de su vida circense.
Le interrumpí educadamente para ir al baño y mientras orinaba, intentando mantener el equilibrio para no tocar la mugrienta tapa del váter de un bar abierto a deshora, pensaba en que tal vez me hubiera encantado trabajar en un circo, pero que, obviamente ya era tarde para empezar. Y sin saber por qué, me acordé de mi madre… ¿qué pensaría ella de mí si, por ejemplo, me viera colgando de un trapecio ataviada con un biquini de cuero rosa? ¿O pegando a los leones con un látigo enfundada en unas mallas de cuero? Supongo que nada bueno, aunque en el fondo me daba igual. ¿Qué pensaría de mí mi madre si me viera a las 9 de la mañana borracha y drogada hablando sin parar con un señor de  60 años, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra?

(...)

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