(...) No aguantaba más de treinta
segundos tumbada. Me levantaba al baño, me echaba agua en la cara, me miraba al
espejo, me sentaba en la tapa del váter y volvía a la cama. Esos movimientos
desembocaron en un bucle. Cada vez que miraba mi cara reflejada, un pensamiento
malvado se incrustaba en mi cabeza y me llevaba a imaginarme muerta, a ver que
el mundo era tan complejo que al final no valía nada. Absolutamente nada.
Estaba muy colocada.
¿Se han imaginado alguna
vez su propio funeral? Yo lo hacía a menudo. Visualizaba mi ataúd y una foto
mía al lado, colocada a pocos
centímetros de mi cuerpo yaciente. Mis mejores amigos se encontraban entre el público así como mis
familiares más cercanos. No podía dejar de imaginarme el sufrimiento de mi
madre llorando mi pérdida. Debe de ser horrible vivir la muerte de un hijo.
Cada vez que lo pienso entro en un luto imaginario.
Quise cambiar el rumbo de mis negros
pensamientos y me acordé del último bar
al que nos habíamos arrastrado antes del alba. El camarero que nos abrió la
puerta se llamaba Samuel. Era un señor
de unos sesenta años, dueño del local
desde hacía quince. El garito estaba decorado al estilo circense: Los colores
eran ácidos y alegres (para mí, un tanto psicodélicos a aquella hora de la
noche y en aquel estado), había un monociclo colgado de una pared, maniquíes
simulando cabezas de payasos y una columna enmarcada con fotos de sus
actuaciones.
El señor se había levantado a las seis de la
mañana para abrir el negocio y dar cobijo a los que buscan refugio en las
últimas cervezas de la noche o en las primeras del día y así, hacer algún que
otro dinero extra. Le llamabas al móvil y te abría la persiana metálica; en cuanto
entrabas, un movimiento de cabeza a un lado y a otro de la calle y de nuevo persiana
para abajo.
Nada más entrar, Martina fue al baño y yo me
senté en la barra observando a Samuel. Aparentaba ser un hombre
serio al que no le agradaba su trabajo y
mostraba su resignación en una expresión
facial apagada, uniforme y algo cabreada. Se acercó a mí y lo primero que hizo
desde detrás de la barra fue demostrarme que los prejuicios son las máscaras
que ponemos a las personas antes de conocerlas. De repente tenía al lado de mi cerveza a un muñeco de peluche
hablándome, una especie de conejo, de esos que usan los ventrílocuos en sus
actuaciones. Samuel se puso a gastarme bromas. Yo le reía las gracias con mucho
gusto.
—Trabajé durante veinte años en un circo -comenzó-. Mira
estas fotos... ¡Qué joven!, ¡qué flexibilidad tenía!...y ¡qué novios me echaba!
– dijo Samuel emocionado, con una gran sonrisa en la boca y con los ojos llenos de nostalgia. Eran
fotos antiguas, la mayoría de ellas en blanco y negro donde se veía a un Samuel
enfundado en un mono ajustado de tirantes poniéndose la pierna en la cabeza, bromeando
con payasos, acariciando a un león... Lo más curioso es que en todas ellas
sonreía, no actuaba, no posaba, era todo tan real que podías incluso distinguir
en sus pequeños ojos el brillo de la felicidad.
—Tuvo que ser genial trabajar en ese
ambiente, ¿cómo le dio por el circo?– pregunté con verdadero interés.
Y este fue el principio
de una conversación de más de una hora en la que Samuel me contó en orden
cronológico los primeros diez años de su vida circense.
Le interrumpí
educadamente para ir al baño y mientras orinaba, intentando mantener el
equilibrio para no tocar la mugrienta tapa del váter de un bar abierto a
deshora, pensaba en que tal vez me hubiera encantado trabajar en un circo, pero
que, obviamente ya era tarde para empezar. Y sin saber por qué, me acordé de mi
madre… ¿qué pensaría ella de mí si, por ejemplo, me viera colgando de un
trapecio ataviada con un biquini de cuero rosa? ¿O pegando a los leones con un
látigo enfundada en unas mallas de cuero? Supongo que nada bueno, aunque en el
fondo me daba igual. ¿Qué pensaría de mí mi madre si me viera a las 9 de la
mañana borracha y drogada hablando sin parar con un señor de 60 años, con una cerveza en una mano y un
cigarro en la otra?
(...)
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