Juan no era tan tonto
como yo pensaba. De hecho, era un tío estupendo y me encantaba. Fueron unos
meses felices en los que aprendí a apreciar el sentido de una caricia y a
destornillarme de risa cada vez que me componía canciones y me las cantaba en privado con absoluta motivación. Fueron
también días de mucho vino y de abundante sexo, de fiestas que siempre terminaban
con una sonrisa y un suspiro de placer y de resacas que, al abrigo de sus
brazos tatuados, apenas dolían. Fue un
grandioso verano que, tras el reencuentro en una etapa pasajera,
se destruyó por completo en mi memoria.
Llevábamos cinco meses sin vernos. Me
subí al coche e hice un viaje en carretera de 800 km hasta el pueblo que
estaban rehabilitando. Me moría de ganas de volver a sentirle. Desde que él se
había ido, pocos Adonis habían pasado por mi cama y ninguno había sido capaz de
hacerme gritar como había logrado él.
Al llegar le telefoneé
varias veces sin obtener respuesta. Me quedé dentro del coche, inquieta,
esperando a que alguien saliera de esa gran casa medio destruida que habitaba en
medio de la nada. Esperaba que ese alguien fuera Juan.
Cuando estaba empezando a
entrar en la rueda de la desesperación vi salir de la puerta de la casa a uno
de los chicos que también iba a clase conmigo, el más tímido el día de la paella:
Javi. Se me iluminó la cara y noté que también él sintió una leve alegría al
verme. Salí del coche y le recibí con un abrazo. Le pregunté por “el guaperas”
y me dijo que estaba ensayando con el
grupo y que luego tenía que pasarse a hacer unas cosas en la casa de una amiga.
Le había dejado a él encargado de ocuparse de mí sí me veía aparecer.
–Ven, entra y deja tus
cosas, voy mientras a comprar tabaco y a dar un paseo al perro –dijo Javi con
un tono seco. Por el brillo de sus ojos, creo que estaba bastante fumado.
Entré en la casa y me
imaginé cual sería la habitación de Juan,
lo adiviné a la primera, tenía una foto de Buda en la puerta y otra de una
actriz porno muy famosa justamente debajo. Entré y me senté en la cama, saqué
un par de cosas de mi maleta y cotilleé cada milímetro de la habitación,
incluyendo los cajones de la mesilla. Era una mala manía que no podía evitar
cada vez que estaba con un chico para asegurarme de que no me acostaba con
ningún psicópata.
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