Todos los fines de semana vamos a comer a casa de mis abuelos. Está ubicada en medio del extrarradio, en uno de esos pueblos a caballo entre la ciudad y el campo.
Ellos viven solos, entre
un montón de recuerdos de la infancia de sus cinco hijos y cuatro nietos. En el
sótano puedes encontrar desde un caballito de madera de 1953 a la Barbie
esquiadora de los 90. Esa mezcla te hace corroborar el paso del tiempo y tamibén sentirte parte del mismo.
El salón, de amplias
dimensiones, cuenta con ese contraste entre muebles dengue de hace
casi un siglo y los sillones de Ikea estilo nórdico. Este mix es una metáfora
de la familia: una mezcla de generaciones con diferentes pensamientos, cultura
y formas de vida que cohabitan en un mismo espacio del corazón de cada uno de sus miembros.
Coronando el gran sofá de
cuatro plazas luce un cuadro de más de dos metros de largo cuyos colores ofrecen
un llamamiento a la vista. Lleva ahí desde que tengo recuerdos, más de cuarenta
años. Cuando era pequeña me llamaba la atención pues tenía colores contrastados,
un fondo con un precioso amarillo chillón, con un jarrón con flores violetas y sus ramas
verdes. Me encantaba la luz y vida que desprendían esos colores.
Cuando terminábamos de
comer, nos solíamos tumbar todos en los sofás y la siesta común era nuestra
sobremesa particular. Recuerdo que a la edad de seis o siete años, me tumbaba
boca arriba en el regazo de mi tía y miraba al cuadro obnubilada hasta quedarme
dormida.
Más de treinta años después,
aunque con algunas faltas, el ritual familiar seguía siendo el mismo. Mi tía favorita
había fallecido ese mismo año. Por primera vez no pude tumbarme en su regazo, así que me adueñé de ese sofá,
no quería que nadie profanara su lugar.
Al tumbarme eché la vista
al cuadro. Ahí seguían sus lirios violetas y su fondo amarillo. Pero ahora mi
mirada era otra y lo que de pequeña me había parecido brillo, alegría y vida se
convirtió en todo lo contrario. Por primera vez me di cuenta que el cuadro
representaba la decadencia y tras ella, la muerte. Las flores estaban tristes, decaídas,
formando parte de una total naturaleza muerta, tal y como el autor quiso
representar. El contraste entre la luz y la oscuridad, el bien y el mal, la vida y la muerte en todo su
esplendor.
Al principio me puse
triste al darme cuenta cómo cambia la mirada de un niño cuando se convierte en
adulto, pero antes de cerrar los ojos sonreí y lo entendí todo: sin muerte, no
hubiera habido el milagro y el gran regalo que es la vida y con esto me dije:
que lo único que pudra tus flores recién cortadas sea todo lo vivido.
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