lunes, 30 de julio de 2012

Los ruidos del motor del coche


Apago el coche. Me quedo sentada escuchando los ruidos del motor al enfriarse. Me relaja oirlo. Siempre desconecto la radio y me quedo durante unos minutos dentro hasta que deja de sonar. Me ayuda a evadirme de todo lo que tengo en la cabeza, es como una nana para los niños antes de dormirse, una canción psicodélica que me prepara para lo que tengo arriba, en casa. Esta vez la ayuda es superior, hoy tengo el ánimo por los suelos, me siento muy bien ahí sentada,  pero cuando vuelvo en mí todo comienza a desmoronarse de nuevo. Intento alargar la estancia en el vehículo, aquí dentro me siento segura, en una burbuja. Es lo único propio que tengo por el momento, me refiero a este sentimiento y no al coche, que es de mi padre.
Miro el reloj, llevo más de quince minutos alargando la salida. No me atrevo, más bien no me apetece salir de ese momento de paz. Es mi dosis diaria. Cierro los ojos durante unos segundos y no pienso en nada. La calma del garaje me deja en un estado zen que realmente agradezco. Respiro hondo tres veces, disfrutando de estos maravillosos momentos, vuelvo a abrir los ojos y salgo del coche. Mientras abro la puerta de casa noto que me ahogo. Tengo un poco de ansiedad. Me hubiera quedado allá dentro toda la vida, pero no habría sobrevivido más de tres días, así que llega la hora de luchar.

Antes de abrir la puerta del salón veo su reflejo a través de la puerta. Tumbado, como todos los días a las 21:30, hora a la que llego del trabajo. Hoy son las 21:45, me he pasado. Al mirar el reloj cierto nerviosismo ha entrado en mi cuerpo. Pongo la mano en el pomo y en ese instante grita mi nombre. Abro la puerta y le veo mirándome fijamente con cara de pocos amigos y una cerveza en la mano. Así es la mayor parte de los días, aunque en vez de cerveza el vaso suele contener un whisky con hielo. Creo que está borracho.
_ ¿Por qué has tardado tanto?- me pregunta enfadado.
_¿Por qué tienes que beber alcohol cuando el médico te lo ha negado completamente?- respondo yo subida de tono.
 
Me debate diciendo que hace lo que le sale de los cojones (literalmente). Yo también cojo una cerveza de la nevera y me siento a su lado. Él no dice ni palabra. La tele está encendida pero sé perfectamente que no la está viendo. Ni siquiera es capaz de preguntarme que tal mi jornada de trabajo de catorce horas. Ni siquiera me da un beso o me hace una caricia, nada. Me siento un poco confusa y deseo volver al coche y escuchar la tranquilidad, pero no puedo hacerlo, claramente no lo entendería.

_Esta mañana he vuelto a sangrar, he dejado las toallas en la lavadora, pero no la he puesto, más que nada porque no se en que programa hay que ponerla- me dice repentinamente.

_ ¿Has vuelto a sangrar? Entonces mañana debemos ir al médico otra vez. Pediré el día libre y que me lo descuenten de las vacaciones.

_No te preocupes. No quiero ir al médico, estoy harto, además este cáncer me va a matar igualmente, de una manera o de otra, tarde o temprano. No quiero seguir alargando mi vida amargamente- me dice con la misma tranquilidad que yo sentía en el asiento del coche.

La verdad es que, a pesar de haber vivido juntos treinta años yo también deseaba que nuestras vidas dejaran de alargarse amargamente. Mejor dicho, aunque me tomen por dura al decirlo, deseaba que se muriera. 


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