Y es que de pequeños la vida es como un sueño maravilloso,
como un paraíso fiscal en el que te puedes tirar a la bartola en una playa del
Caribe mientras el resto soluciona los problemas por ti. Me gustaría volver a
ser pequeña, o bueno, aún mejor, vivir en una playa del Caribe.
El primer recuerdo que tengo del parque de atracciones es
aproximadamente de cuando yo tenía unos ocho años. Era una tarde de verano. Una
de las primeras, desde que el sol empezó a quedarse en el tejado, en las que no
había dado el coñazo a mis padres con : “quiero ir al parque de atracciones,
quiero ir al parque de atracciones, quiero ir al parque de atracciones”
etcétera, etcétera, etcétera. Era muy insistente (en algunos ámbitos de mi vida
sigo siéndolo) , pero esa insistencia no servía más que para gastar saliva,
quedarme seca y…”quiero una coca-cola, quiero una coca-cola, quiero una
coca-cola…pues toma un vaso de agua…”.
Esa tarde veraniega mi hermana mayor y mi madre se habían
ido de compras, esa acción tan aburrida cuando tienes 8 años, tan divertida
cuando tienes 18 y tan escasa cuando tienes 25 y te cambia la mentalidad (y el
bolsillo).
Estaba en el salón con mi padre y me dijo que me vistiera,
que íbamos a visitar a un buen amigo suyo. Mi padre no tenía amigos en la
ciudad porque llevaba poco tiempo en ella, así que eso de la visita me sonó un
poco raro. Subimos al coche y el camino comenzó a hacérseme largo, tan largo
que me quedé dormida. Noté que aparcaba y
paraba. Escuché a mi padre diciendo que ya habíamos llegado. Abrí los
ojos y vi la entrada del parque de atracciones. Creo que fue uno de los mejores
momentos de mi infancia y no digo el mejor, pues ese fue cuando fuimos a
Disneyworld, Florida, que por supuesto, no tiene nada que ver con el parque de
atracciones de Madrid, pero tampoco tiene el mismo encanto que tiene el nuestro
(en su momento, claro, cuando eres bajita e inocente).
Una de las cosas absurdas que más me ilusión me hacían era
la compra de la entrada , y no me refiero al acto capitalista en sí, Satán me
libre, si no que, me gustaba un montón la pegatina de colores pastel que te
daban en la entrada y que todo el mundo se pegaba en la mano cogiendo agua de
la grandísima fuente, llena de papeles de pegatinas. Esa pegatina la llevabas
durante, incluso semanas, si lograbas convencer a tu madre de que no te frotara
la mano con la esponja o de que tus manos estaban completamente limpias tras el
pastel de chocolate, las chapas en la arena o los juegos de comiditas con
plastelina. A mi la pegatina me duraba un par de días, a lo sumo. Eran tan
estrictos con la limpieza, que por eso ahora mi sistema inmunológico está por
los suelos.
Recuerdo que una de mis atracciones favoritas con esa edad(
y lo sigue siendo con la actual, pues no han cambiado ni un milímetro la misma,
yo creo que ni siquiera han limpiado a los muñecos desde entonces..) era La
jungla. Te montabas en una barquita de madera e ibas recorriendo un “río” (a mi me recordaba al Amazonas),
pasando entre rinocerontes,
cocodrilos (cuando abría la
boca , me cagaba) o serpientes. El olor a humedad era significativo e
indescriptible. De hecho, casi veinte años después, sigue oliendo igual. No se
por qué, pero ese olor, me causaba intriga y misterio. Recuerdo que durante las
tardes de invierno, soñaba con ese olor y con esa atracción. La repasaba
mentalmente, vagueando en los pocos recuerdos y fantaseando con sus animales
“de mentira”. Aún me sigue resultando extraño el seguir recordando cosas que
pasaron hace veinte años y más aún, el poder “oler” esos recuerdos.
Cuando llegas a la adolescencia y empiezas a ser
“independiente” llega el día en el que puedes ir al parque de atracciones con
tus amigos y esto se convierte en toda una aventura. ¿Quién no se ha puesto
nerviosa cuando dos de tu grupo de amigos se atreve a subir a la atracción más
fuerte? Era como si se convirtieran en héroes y sufrías por ellos. Les mirabas
pasar a toda velocidad subidos en ese “peligroso” cacharro, oías sus gritos y
cuando bajaban ibas corriendo a recibirles y a preguntarles que si están bien.
Ahora todo esto me parece francamente divertido y ridículo a la vez.
La verdad es que cuando eres adolescente, por decirlo de
alguna manera formal, eres imbécil, ¡pero mola!
La verdad es que me sigue haciendo ilusión ir al parque de
atracciones, pero no es lo mismo... Debe de ser porque lo tengo todos los días
alrededor mía y porque vivo en una constante montaña rusa, imparable, en la que
a veces te mareas, y en la que otras veces disfrutas con toda la euforia y
adrenalina que llevas dentro. Con la alegría del vivir y el misterio del qué
vendrá.
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