domingo, 10 de marzo de 2013

Morning Sun

La gente de mi generación se está convirtiendo en langostas, animales sin cerebro que luchan por su supervivencia en un océano de seres fantásticos pero sin capacidad de amar. Puede que sea mejor no saber amar. Yo me considero un poco langosta. Nunca se me han dado bien las relaciones personales. Creo que me quiero demasiado a mi misma.

Todo empezó el día que perdí la virginidad, me di cuenta de que el género masculino era un grupo de capullos sucios sin ningún tipo de sensibilidad. Yo estaba enamorada de Javi. Fue el día más emocionante de mi vida y también uno de los más decepcionantes.
Me llamó “Carla” cuando estábamos en pleno clímax sexual. Nos estábamos mirando fijamente a los ojos, yo pensé que iba a estallar de júbilo, alegría y placer, estaba a punto de alcanzar mi primer orgasmo con el chico que más me gustaba del mundo y me grita con su mano fuertemente apoyada en mi trasero: “oh Si Carla si, eres estupenda guapa!”
Mi nombre es Alba. También tiene dos “as” pero mi sustantivo significa amanecer y Carla significa zorra ex novia.

Algunas noches desde la ventana de mi habitación escucho los gritos agonizantes de las gaviotas. La verdad es que no tiene mucho sentido cuando vives en Madrid. No se, puede que mi cabeza esté enferma o que eche de menos Galicia, el lugar donde crecí.
Llegué a esta ciudad hace cinco años. Decidí instalarme en un sitio en el que pudiera sentirme un fantasma andando por las calles principales de la ciudad. No quería que nadie me hablara , ni me mirara, ni que siquiera sintieran mi olor o mi presencia. Quería ser yo sola y llenarme únicamente de mí. La verdad es que podría haberme ido a un monasterio budista. Hubiera sido una opción más segura de aislamiento.

Alquilé un ático en un barrio obrero de la ciudad. En quinientos metros a la redonda podía encontrar todo aquello que necesitaba para mi supervivencia en la gran ciudad: un estanco, una frutería, una licorería, un bar, de los denominados “de viejos” y un camello al que llamaba por teléfono y en cinco minutos me dejaba media piedra de hachís en el buzón. Era maravilloso. Ni siquiera tenía que verle la cara.

Los primeros días fueron simplemente sublimes. Pasaba horas encerrada en la cálida habitación de mi apartamento leyendo, pensando, cantando y escribiendo. Paulatinamente iba alcanzando un colocón perfecto con los cigarritos y el whisky. Me sentía despierta en un mundo de ensoñación. Una habitación alumbrada por la luz leve de una vela y la ceniza ardiente de la punta del porro. Rodeada de grandes escritores que me hacían el amor cada noche con sus palabras: Rimbaud, Baudelaire, Whitman… y yo. Un cuarteto perfecto.

Me sentía cómoda, no se si feliz, tampoco se cuanto duraría ese bienestar inventado pues  no soy una persona que se me pueda calificar de constante. Me engancho fácilmente a las cosas pero también me desengancho a la primera de cambio. Me quité del gimnasio, de las clases de yoga, del curso de cocina... Me canso rápidamente, todo termina por aburrirme. Hay algo de lo que si que me cuesta quitarme: los hombres. Desengancharse de ellos supone para mi una tarea más bien ardua. Y siempre acabo por salir huyendo del contexto que nos rodeó para intentar olvidar o al menos no sentir cercana su existencia.

Puede que sea porque soy muy intensa y vivo el enamoramiento inicial como una etapa única de esplendor y alegría…  puede que todo lo que estoy diciendo sea realmente absurdo.
Sin embargo, contradictoriamente, ciertas veces he sentido ataraxia ante algunos hechos numerables y me daba rabia sentir dicha indiferencia, era 1 mezcla rara entre gravedad del asunto y contradicción antisentimental...pero realmente, a la vez que escribo estas incongruencias, veo q soy todo lo contrario a este concepto. No podría llevar 1 vida basada en la ataraxia, soy demasiado pasional...aunque seguramente sería bueno para evitar ciertos sufrimientos absurdos como el que me ha provocado cambiarme de ciudad ocho veces en cinco años.

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