Apago el coche. Me quedo sentada escuchando los ruidos del
motor al enfriarse. Me relaja oirlo. Siempre desconecto la radio y me quedo
durante unos minutos dentro hasta que deja de sonar. Me ayuda a evadirme de
todo lo que tengo en la cabeza, es como una nana para los niños antes de
dormirse, una canción psicodélica que me prepara para lo que tengo arriba, en
casa. Esta vez la ayuda es superior, hoy tengo el ánimo por los suelos, me
siento muy bien ahí sentada, pero
cuando vuelvo en mí todo comienza a desmoronarse de nuevo. Intento alargar la
estancia en el vehículo, aquí dentro me siento segura, en una burbuja. Es lo
único propio que tengo por el momento, me refiero a este sentimiento y no al
coche, que es de mi padre.
Miro el reloj, llevo más de quince minutos alargando la
salida. No me atrevo, más bien no me apetece salir de ese momento de paz. Es mi
dosis diaria. Cierro los ojos durante unos segundos y no pienso en nada. La
calma del garaje me deja en un estado zen que realmente agradezco. Respiro hondo
tres veces, disfrutando de estos maravillosos momentos, vuelvo a abrir los ojos
y salgo del coche. Mientras abro la puerta de casa noto que me ahogo. Tengo un
poco de ansiedad. Me hubiera quedado allá dentro toda la vida, pero no habría
sobrevivido más de tres días, así que llega la hora de luchar.
Antes de abrir la puerta del salón veo su reflejo a través
de la puerta. Tumbado, como todos los días a las 21:30, hora a la que llego del
trabajo. Hoy son las 21:45, me he pasado. Al mirar el reloj cierto nerviosismo
ha entrado en mi cuerpo. Pongo la mano en el pomo y en ese instante grita mi
nombre. Abro la puerta y le veo mirándome fijamente con cara de pocos amigos y
una cerveza en la mano. Así es la mayor parte de los días, aunque en vez de
cerveza el vaso suele contener un whisky con hielo. Creo que está borracho.
_ ¿Por qué has tardado tanto?- me pregunta enfadado.
_¿Por qué tienes que beber alcohol cuando el médico te lo ha
negado completamente?- respondo yo subida de tono.
Me debate diciendo que hace lo que le sale de los cojones
(literalmente). Yo también cojo una cerveza de la nevera y me siento a su lado.
Él no dice ni palabra. La tele está encendida pero sé perfectamente que no la
está viendo. Ni siquiera es capaz de preguntarme que tal mi jornada de trabajo
de catorce horas. Ni siquiera me da un beso o me hace una caricia, nada. Me
siento un poco confusa y deseo volver al coche y escuchar la tranquilidad, pero
no puedo hacerlo, claramente no lo entendería.
_Esta mañana he vuelto a sangrar, he dejado las toallas en
la lavadora, pero no la he puesto, más que nada porque no se en que programa
hay que ponerla- me dice repentinamente.
_ ¿Has vuelto a sangrar? Entonces mañana debemos ir al
médico otra vez. Pediré el día libre y que me lo descuenten de las vacaciones.
_No te preocupes. No quiero ir al médico, estoy harto,
además este cáncer me va a matar igualmente, de una manera o de otra, tarde o
temprano. No quiero seguir alargando mi vida amargamente- me dice con la misma
tranquilidad que yo sentía en el asiento del coche.
La verdad es que, a pesar de haber vivido juntos treinta
años yo también deseaba que nuestras vidas dejaran de alargarse amargamente.
Mejor dicho, aunque me tomen por dura al decirlo, deseaba que se muriera.