“En un lugar
de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor.”– leyó Juan, con voz acompasada y
dramática, tratando de imitar a los juglares de la Edad Media.
Todos sus
alumnos le miraban desbordados, unos en risas, otros con intriga. “El Quijote”
era el libro que iban a leer en este trimestre primaveral. Según Juan, el
“profe”, las historias narradas en la obra son ingeniosas hazañas dignas de
admiración. El protagonista de las mismas es un interesante caballero errante,
que aspira al heroísmo, tal y como opina la mayoría de los niños de la clase de
primero de E.S.O.
Juan es un joven amante de las novelas, que siempre está
animando a la lectura y a ver quien es el primer demócrata en alzar su
apresurada mano tras la pregunta “¿quién lee?”. A su vez, es un gran intérprete
y constante narrador de historias caballerescas, especialmente en el tiempo de
recreo.
El timbre sonó,
todos cerraron sus “quijotes” y se levantaron del pupitre algarazados. Los
pequeños y fieles Sanchos Panza se reunían en círculo en torno a él, mirándole
con ojos bañados en locura e ilusión; sabiendo que esas historias son delirantes,
pero al mismo tiempo deseando vivirlas en sus pequeños huesos de blanda cera.
Escuderos firmes ante el ataque de otros niños que juzgaban al cuentacuentos
definiéndole con las palabras más fácilmente pronunciables y difíciles de
interpretar: “loco” y “soñador”.
Cual trovador
cortés, Juan contaba historias de espíritus caballerescos y héroes de cruzadas
que dejaban a los menores que él con deseos de que llegara la misma hora del
día siguiente, su parte favorita de la jornada. El protagonista de estas imaginativas
leyendas se llamaba, Don Quijote. Y digo “se llamaba” y no “es”, pues la
verdadera identidad de este hombre al finalizar la historia por vosotros mismos
descubriréis.
En el pequeño
espacio donde se reunían (una esquina del patio “de los mayores”), todos iban
sentándose de rodillas en el suelo como Juan emprendía, ya se sabe, “cuando a
Roma fueres, haz como vieres”.
Los niños esperaban con impaciencia el
comienzo del relato. En silencio observaban a su estimado narrador, cual
hambrientos perros en un bosque oscuro al acecho de las presas nocturnas. Y,
por fin, comenzó la historia:
« Don Quijote era un cortés
caballero, con aires de supervivencia en un mundo loco en el que nada es lo que
parece. Su sobrenombre era bien sabido por todos los lugareños: El panadero.
Tenía tal
destreza manual que era capaz de hasta provocar sonrisas en las señoras más
mayores, hurañas y tristes del lugar.
¿Su truco? La mezcla de harina de trigo recién segado, leche fresca,
huevos de corral, levadura y chocolate de África, entre otros sencillos
manjares ›› – pronunció Juan dejando en la imaginación de los niños una píldora
cargada de los olores definidos.
‹‹ Con estos
ingredientes preparaba recetas que hacían las delicias de niños y mayores.
La panadería de
Juan era bien conocida en los alrededores. El boca a boca emergía día tras día
con frases como: “Tiene unas rosquillas de chuparte los dedos” o “las mejores
torrijas que he probado nunca las hace el panadero”. Trabajo digno en mi
humilde opinión, el que provoca una sonrisa en el cliente (y un par más de
kilos, todo sea dicho).
Don Quijote
llevaba toda la vida regentando el local. Había crecido rodeado de dulces
olores y más de la mitad del día con harina en los ojos. Su bisabuela le enseñó
los grandes trucos de la repostería tradicional antes de morir, y la hija de
esta le mostró cómo llevarlos a la práctica con absoluta perfección.
Amaba su
trabajo, tanto y casi como a su familia. Su mujer mostraba el mismo amor hacia
la cocina, aunque estaba más especializada en lo salado. Era normal, pues las
mujeres andaluzas prefieren un pescado marinado a una magdalena de chocolate.
Al que si que le apasionaba el
azúcar era a su hijo Juan “pequeño”, fiel a sus prodigios con la espátula e
imitador nato de sus gestos de cortesía con sus clientes.›› – dijo Juan guiñando un ojo a
los oyentes.
Todos los chavales estaban
disfrutando con este comienzo, miraban al relator con ojos de ilusión y
expectación. Disfrutaban más de la historia que de comerse una de esas
napolitanas recién hechas con chocolate caliente.
Juan continuó: « El sueño de nuestro héroe era que ese
templo de la bollería perviviera tras su muerte. Deseaba que su tocayo
mantuviera lo que tanto esfuerzo le había costado crear.
Un
día, los malvados “hombres de plata” llegaron a la tahona. Con largas
alabardas, amenazaron al patrón diciéndole que debía cederles su
establecimiento, puesto que un gran castillo para el gobernante habían de
construir en ese terreno. Don Quijote batió en cólera, pero a su edad, poco
pudo luchar y en este caso la historia acabó mal.
Los
hombres de las lanzas apresaron a Juan por negar y negar y destrozaron el lugar convirtiéndolo
en un castillo para el Señor de la Tierra. Desde entonces, nunca más un bollo
volví a cocinar y a otra cosa me tuve que dedicar. ››
En ese momento el timbre sonó, los niños
protestaron ante la tristeza del final, pero el profesor finalizó diciendo
que “¡así es la vida real!”.
Ciertamente,
este adalid apresado es el padre de nuestro contador de historias o soñador,
Juan “pequeño” y desafortunadamente el bonito final que hubiera deseado para su
propia crónica no fue más que un sueño altruista, de esos que van corriendo por
el aire de las calles de cualquier lugar de la Mancha o de Madrid mismamente,
en cada acera, en cada barrio, en cada casa, inclusive en la vuestra propia.
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