miércoles, 13 de junio de 2012

Juan Pequeño...(una quijotada actual)

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”– leyó Juan, con voz acompasada y dramática, tratando de imitar a los juglares de la Edad Media.
Todos sus alumnos le miraban desbordados, unos en risas, otros con intriga. “El Quijote” era el libro que iban a leer en este trimestre primaveral. Según Juan, el “profe”, las historias narradas en la obra son ingeniosas hazañas dignas de admiración. El protagonista de las mismas es un interesante caballero errante, que aspira al heroísmo, tal y como opina la mayoría de los niños de la clase de primero de E.S.O.                                                                                                                
 Juan es un joven  amante de las novelas, que siempre está animando a la lectura y a ver quien es el primer demócrata en alzar su apresurada mano tras la pregunta “¿quién lee?”. A su vez, es un gran intérprete y constante narrador de historias caballerescas, especialmente en el tiempo de recreo.

El timbre sonó, todos cerraron sus “quijotes” y se levantaron del pupitre algarazados. Los pequeños y fieles Sanchos Panza se reunían en círculo en torno a él, mirándole con ojos bañados en locura e ilusión; sabiendo que esas historias son delirantes, pero al mismo tiempo deseando vivirlas en sus pequeños huesos de blanda cera. Escuderos firmes ante el ataque de otros niños que juzgaban al cuentacuentos definiéndole con las palabras más fácilmente pronunciables y difíciles de interpretar: “loco” y “soñador”.
Cual trovador cortés, Juan contaba historias de espíritus caballerescos y héroes de cruzadas que dejaban a los menores que él con deseos de que llegara la misma hora del día siguiente, su parte favorita de la jornada. El protagonista de estas imaginativas leyendas se llamaba, Don Quijote. Y digo “se llamaba” y no “es”, pues la verdadera identidad de este hombre al finalizar la historia por vosotros mismos descubriréis.
En el pequeño espacio donde se reunían (una esquina del patio “de los mayores”), todos iban sentándose de rodillas en el suelo como Juan emprendía, ya se sabe, “cuando a Roma fueres, haz como vieres”.
 Los niños esperaban con impaciencia el comienzo del relato. En silencio observaban a su estimado narrador, cual hambrientos perros en un bosque oscuro al acecho de las presas nocturnas. Y, por fin, comenzó la historia:
« Don Quijote era un cortés caballero, con aires de supervivencia en un mundo loco en el que nada es lo que parece. Su sobrenombre era bien sabido por todos los lugareños: El panadero.
Tenía tal destreza manual que era capaz de hasta provocar sonrisas en las señoras más mayores, hurañas y tristes del lugar.  ¿Su truco? La mezcla de harina de trigo recién segado, leche fresca, huevos de corral, levadura y chocolate de África, entre otros sencillos manjares ›› – pronunció Juan dejando en la imaginación de los niños una píldora cargada de los olores definidos.
‹‹ Con estos ingredientes preparaba recetas que hacían las delicias de niños y mayores.
La panadería de Juan era bien conocida en los alrededores. El boca a boca emergía día tras día con frases como: “Tiene unas rosquillas de chuparte los dedos” o “las mejores torrijas que he probado nunca las hace el panadero”. Trabajo digno en mi humilde opinión, el que provoca una sonrisa en el cliente (y un par más de kilos, todo sea dicho).
Don Quijote llevaba toda la vida regentando el local. Había crecido rodeado de dulces olores y más de la mitad del día con harina en los ojos. Su bisabuela le enseñó los grandes trucos de la repostería tradicional antes de morir, y la hija de esta le mostró cómo llevarlos a la práctica con absoluta perfección.
Amaba su trabajo, tanto y casi como a su familia. Su mujer mostraba el mismo amor hacia la cocina, aunque estaba más especializada en lo salado. Era normal, pues las mujeres andaluzas prefieren un pescado marinado a una magdalena de chocolate.
Al que si que le apasionaba el azúcar era a su hijo Juan “pequeño”, fiel a sus prodigios con la espátula e imitador nato de sus gestos de cortesía con sus clientes.›› – dijo Juan guiñando un ojo a los oyentes.
Todos los chavales estaban disfrutando con este comienzo, miraban al relator con ojos de ilusión y expectación. Disfrutaban más de la historia que de comerse una de esas napolitanas recién hechas con chocolate caliente.
Juan continuó: « El sueño de nuestro héroe era que ese templo de la bollería perviviera tras su muerte. Deseaba que su tocayo mantuviera lo que tanto esfuerzo le había costado crear.
Un día, los malvados “hombres de plata” llegaron a la tahona. Con largas alabardas, amenazaron al patrón diciéndole que debía cederles su establecimiento, puesto que un gran castillo para el gobernante habían de construir en ese terreno. Don Quijote batió en cólera, pero a su edad, poco pudo luchar y en este caso la historia acabó mal.
Los hombres de las lanzas apresaron a Juan por negar y negar  y destrozaron el lugar convirtiéndolo en un castillo para el Señor de la Tierra. Desde entonces, nunca más un bollo volví a cocinar y a otra cosa me tuve que dedicar. ››
 En ese momento el timbre sonó, los niños protestaron ante la tristeza del final, pero el profesor finalizó diciendo que  “¡así es la vida real!”.

Ciertamente, este adalid apresado es el padre de nuestro contador de historias o soñador, Juan “pequeño” y desafortunadamente el bonito final que hubiera deseado para su propia crónica no fue más que un sueño altruista, de esos que van corriendo por el aire de las calles de cualquier lugar de la Mancha o de Madrid mismamente, en cada acera, en cada barrio, en cada casa, inclusive en la vuestra propia.






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